16.11.16

Extracto número tres ::: 'Teoría del cuerpo enamorado'

El deseo, y luego el placer, revelan y ponen al descubierto el encierro de cada cual en su piel, en sus límites corporales apremiantes. La intersubjetividad sexual supone menos la fusión que la yuxtaposición, menos la confusión que la separación. La eyaculación, masculina y femenina, prueba la imposible religión amorosa y la evidencia del ateísmo en la materia.

Tras el deseo material y atómico viene el placer solitario y solipsista: la doctrina de los materialistas continúa desgarrando los velos de la ilusión y poniendo en cuestión las ficciones novelescas escritas sobre este asunto a lo largo de los tiempos. En adelante, cuando se lea pasión, amor, sentimiento y corazón, hay que entender deseo, placer, libido y sexo; allí donde Afrodita vuela en el cielo de las Ideas, veremos a Venus armada con un falo terrestre; en cuanto los idealistas hablen de falta, fusión y plenitud, los materialistas replicarán con exceso, descarga y soledad. Una vez superada, la poesía deja lugar a la fisiología; y la teología se aparta, reemplazada por la filosofía. Ayer los mitos y las historias edificantes, hoy la razón y las lecturas petrificantes. La lucidez exige un tributo sin concesiones.

¿A qué se parece un ateo en materia de amor? ¿Qué actos puede cometer un individuo liberado en estas cuestiones? Los cínicos no responden con consideraciones teóricas —no es su género ni su costumbre—, sino mediante hechos y gestos, escenas y anécdotas.

[Extracto del libro "Teoría del cuerpo enamorado. Por una erótica solar" de Michel Onfray.]

29.10.16

Extracto número dos ::: 'Teoría del cuerpo enamorado'

Sea como sea, la concepción del amor en Occidente procede del platonismo y de sus metamorfosis en los dos mil años de nuestra civilización judeocristiana. La naturaleza actual de las relaciones entre los sexos presupone históricamente el triunfo de una concepción y el fracaso de otra: éxito integral del platonismo, cristianizado y sostenido por la omnipotencia de la Iglesia católica durante casi veinte siglos, y retroceso importante de la tradición materialista —tanto democrítea y epicúrea como cínica y cirenaica, tanto hedonista como eudemonista—. 

Los Padres de la Iglesia, obviamente, aprovecharon la teoría del doble amor para celebrar su versión positiva —el amor de Dios y de las cosas divinas— y desacreditar la opción humana, sexual y sexuada. Este trabajo de reescritura de la filosofía griega para hacerla entrar en el marco cristiano atareó a los pensadores durante catorce siglos, en cuyo curso pusieron desvergonzadamente la filosofía al servicio de la teología. De manera que teologizaron la cuestión del amor para desviarla a los terrenos espiritualistas y religiosos, condenando a Eros en provecho de Agape, fustigando a los cuerpos, maltratándolos, aborreciéndolos, castigándolos, haciéndoles daño y martirizándolos con cilicio, infligiéndoles la disciplina, la mortificación y la penitencia. Y se inventa la castidad, la virginidad y, en su defecto, el matrimonio, esa siniestra máquina de fabricar ángeles. 

El platonismo muestra teóricamente el cruel olvido del cuerpo, el desprecio de la carne, la celebración de la Afrodita celeste, la aversión por la Afrodita vulgar, la grandeza del alma y la pequeñez de las envolturas carnales; luego se abren prácticamente en nuestra civilización occidental, inspiradas por estos preceptos idealistas, extrañas y venenosas flores del mal: el matrimonio burgués, el adulterio que lo acompaña siempre como contrapunto, la neurosis familiar y familiarista, la mentira y la hipocresía, el disfraz y el engaño, el prejuicio monógamo, la libido melancólica, la feudalización del sexo, la misoginia generalizada, la prostitución extendida en las aceras y en los hogares sujetos al impuesto sobre las grandes fortunas. 

Y también la figura del inhibido violento. La cerebralización del amor y su devenir platónico vuelven paradójicamente más vulgares las prácticas sexuadas. La dureza del ascetismo platónico cristianizado engendra y genera numerosos sufrimientos, dolores, penas y frustraciones. Terapeutas, médicos y sexólogos lo atestiguarían: la miseria de las carnes gobierna el mundo. El cuerpo glorioso alzado al pináculo conduce indefectiblemente al cuerpo real a los tugurios, a los burdeles o al diván de los psicoanalistas. En lugar del logro exitoso de las disposiciones hedonistas, lúdicas, gozosas y voluptuosas, los dos milenios cristianos no han producido más que odio a la vida y la incrustación de la existencia en la renuncia, la compostura, la moderación, la prudencia, la reserva y la sospecha generalizada con respecto al otro. 

La muerte triunfa como el modelo de las fijaciones e inmovilidades reivindicadas: la pareja, la fidelidad, la monogamia, la paternidad, la maternidad, la heterosexualidad y todas las figuras sociales que absorben y aprisionan la energía sexual para enjaularla, domesticarla y constreñirla al estilo de los bonsáis, en convulsiones y estrecheces, en torsiones y obstáculos, en tensiones e impedimentos. La religión y la filosofía dominantes se han asociado siempre, hoy también, para lanzar una maldición contra la vida. Una teoría del libertinaje supone, pues, reivindicar el ateísmo en el terreno amoroso clásico y tradicional, a la par que un materialismo combativo. Allí donde los vendedores de cilicios triunfan con sus platijas, sus esferas y sus ostras, el libertino se divierte con las travesuras del pez masturbador, el gruñido de los cerdos de Epicuro y las libertades del erizo soltero.

[Extracto del libro "Teoría del cuerpo enamorado. Por una erótica solar" de Michel Onfray.]

16.10.16

Extracto número uno ::: 'Teoría del cuerpo enamorado'

El primer paso negativo de mi andadura supone la deconstrucción del ideal ascético: para llevarla a cabo, trataremos de acabar con los principios de la lógica renunciante que tradicionalmente relacionan el deseo y la falta para después definir la felicidad como lo completo o como autorrealización en, por y para el prójimo; evitaremos sacrificar la idea que la pareja fusionada propone la fórmula ideal de esta hipotética cima ontológica; cesaremos de oponer encarecidamente el cuerpo y el alma, pues este dualismo, que ha resultado un arma de guerra temible en manos de los amantes de la autoflagelación, organiza y legitima esa moral moralizadora articulada sobre una positividad espiritual y una negatividad carnal; renunciaremos a asociar hasta la confusión el amor, la procreación, la sexualidad, la monogamia, la fidelidad y la cohabitación; recusaremos la opción judeocristiana que amalgama lo femenino, el pecado, la falta, la culpabilidad y la expiación; se estigmatizará la connivencia entre el monoteísmo, la misoginia y el orden falocrático; fustigaremos las técnicas del autodesprecio puestas en circulación por las ideologías pitagóricas, platónicas y cristianas —continencia, virginidad, renuncia y matrimonio—, sobre cuyo espíritu se ha erigido nuestra civilización; subvertiremos la familia, esa célula básica primitiva de la política estructuralmente apoyada en ella. Varios siglos de judeocristianismo pueden comprenderse así y luego ser anulados.

Mi segundo paso, afirmativo, propone una alternativa al orden dominante gracias a la formulación de un materialismo hedonista: elaboraremos una teoría atomista del deseo como lógica de los flujos que llaman a la expansión y necesitan para ello una hidráulica catártica; secularizaremos la carne, desacralizaremos el cuerpo y definiremos el alma como una de las mil modalidades de la materia; propondremos un epicureísmo abierto, lúdico, gozoso, dinámico y poético a partir de los posibles esbozados y ofrecidos por el epicureísmo cerrado, ascético, austero, estático y autobiográfico del fundador; precisaremos las modalidades de un libertinaje solar y de un eros ligero; se invitará a una metafísica del instante presente y del puro goce de existir; tenderemos a un nomadismo de solteros promoviendo una opción de cíclopes; reactivaremos la teoría del contrato pragmático, utilitarista, deseable y dominado por la voluntad de disfrutar mutuamente; propondremos una opción radicalmente igualitarista entre los sexos y la formulación de un feminismo libertario; reivindicaremos una auténtica aspiración a la esterilidad y una práctica de las leyes de la hospitalidad redoblada por una permanente invención de sí; desembocaremos así en una verdadera estética pagana de la existencia. Algunos siglos de judeocristianismo pueden encararse de esta forma y ser rebasados.


[Extracto del libro "Teoría del cuerpo enamorado. Por una erótica solar" de Michel Onfray.]

15.10.16

Eccoooo . . .

Si el bisonte pintado sobre el muro de una caverna prehistórica se identificaba con el bisonte real, garantizando al pintor la posesión del animal a través de la posesión de la imagen y envolviendo la imagen con un aura sagrada, no sucede de otro modo en nuestros días con los modernos automóviles, construidos en lo posible según modelos formales que hacen hincapié en una sensibilidad arquetípica, y que constituyen un signo de un status económico, que se identifica con ellos. La sociología moderna, desde Veblen hasta el análisis popular y divulgado de Vance Packard, nos han convencido del hecho de que en una sociedad industrial, los llamados 'símbolos del status' llegan, en definitiva, a identificarse con el status mismo. Adquirir un status quiere decir poseer determinado tipo de coche, un determinado tipo de televisor, un determinado tipo de casa con un determinado tipo de piscina; pero al mismo tiempo, cada uno de los elementos poseídos, coche, frigorífico, casa, televisor, se convierte en símbolo tangible de la situación total. El objeto es la situación social y, al mismo tiempo, signo de la misma: en consecuencia, no constituye únicamente la finalidad concreta perseguible, sino el símbolo ritual, la imagen mítica en que se condensan aspiraciones y deseos. Es la proyección de aquello que deseamos ser. En otras palabras, en el objeto, inicialmente considerado como manifestación de la propia personalidad, se anula la personalidad.

[...]


Para el decadente, el recurso a lo típico se iguala a un recurso a lo tópico; un recurso a la experiencia artística sin relacionarla a la vida en la cual se originó y a la que remite. Por ello es propio de los periodos alejandrinos y decadentes, como se ha dicho, razonar sobre los libros y no sobre la vida, escribir sobre los libros y no sobre las cosas, experimentar la vida de segunda mano sustituyendo su imagen con los productos de la imaginación, e imaginar frecuentemente con imágenes ajenas, de modo que no es la energía formativa, sino la superposición del topos, lo que forma la experiencia.


Extracto de 'Apocalíticos e integrados' de Umberto Eco.

7.9.16

Consumo y temporalidad.

Además, hasta en la definición aristotélica que lo presenta como ‘el número de movimientos según el antes y el después’, el tiempo implica una idea de sucesión y el análisis kantiano ha establecido, de modo irrevocable, que esta idea debe ser asociada a una idea de causalidad. ‘Es ley necesaria de nuestra sensibilidad y por tanto condición de toda percepción, que el tiempo precedente determine necesariamente al subsiguiente.’ Esta idea ha sido mantenida por la misma física relativista, no al estudiar las condiciones trascendentales de las percepciones, sino al definir en términos de objetivismo cosmológico la naturaleza del tiempo; y el tiempo aparece como el orden de las cadenas causales. Refiriéndose a esas condiciones einstenianas, Reichenbach definía recientemente el orden del tiempo como el orden de las causas, el orden de las cadenas causales abiertas que vemos verificarse en nuestro universo, y la dirección del tiempo en términos de entropía creciente (tomando también en términos de teoría de la información aquel concepto de la termodinámica que había ya en múltiples ocasiones interesado a los filósofos que se los había apropiado, al hablar de la irreversibilidad del tiempo).

El antes determina causalmente el después, y la serie de estas determinaciones no puede hacerse resurgir, por lo menos en nuestro universo (según el modelo epistemológico con el cual nos representamos el mundo en que vivimos), sino que es irreversible. Que otros modelos cosmológicos puedan suministrar otros soluciones a este problema, es evidente; pero en el ámbito de nuestra comprensión cotidiana de los acontecimientos (y por consiguiente en el ámbito de la estructuración de un personaje narrativo), esta concepción del tiempo será aquella que nos permite movernos y reconocer los acontecimientos y su dirección.

Aunque en otros términos, pero siempre dentro de lo antes y de lo después, y de la causalidad del antes sobre el después (acentuando diversamente el carácter determinante del antes sobre el después), existencialismo y fenomenología han planteado el problema del tiempo en el ámbito de las estructuras de la subjetividad, y han basado en el tiempo sus discusiones acerca de la acción, la posibilidad, el proyecto, la libertad. El tiempo como estructura de la posibilidad es, sin más ni menos, el problema de nuestro movimiento hacia un futuro, teniendo a nuestras espaldas un pasado; y tanto si este pasado es considerado en bloque, con respecto a nuestra posibilidad de proyectar (proyecto que se impone, en definitiva, el averiguar lo que ya hemos sido), como si entiende como fundamento de la posibilidad a venir, y por ello, como posibilidad de conservación o de mutación de aquello que se ha ido, dentro de determinados límites de libertad, pero siempre en términos de proceso y de operatividad procedente y positiva (y pensamos, al afirmar esto, por un lado, en Heidegger y en su Sien und Zeit (Ser y Tiempo), y por otro, en Abbagnano), en todos estos y otros casos, la condición y las coordenadas de nuestras decisiones han quedado identificadas en los tres estadios de la temporalidad y en una articulada relación entre ellos.

Si, como afirma Sartre, ‘el pasado es la totalidad siempre creciente del en-sí que nosotros somos’, si yo, cuando quiera extenderme hacia un futuro posible, debo ser este pasado y no puedo dejar de serlo, mis posibilidades de elegir o de no elegir un futuro dependerán de los gestos que he hecho y que me han constituido en el punto de partida de mis decisiones posibles. Y de repente, en cuanto ha sido decidida, me decisión, al constituirse en pasado, modifica todo aquello que yo soy y ofrece otra plataforma a los proyectos sucesivos. Si algún significado tiene el plantear en términos filosóficos el problema de la libertad y de la responsabilidad de nuestras decisiones, la base argumentativa, el punto de partida para una fenomenología de estos actos, es siempre la estructura de la temporalidad.

Para Husserl ‘el yo es libre en cuanto yo pasado. En efecto, el pasado me determina, y con ello determina mi futuro; pero, a su vez, el futuro “libera” al pasado… Mi temporalidad es mi libertad, y de mi libertad depende el hecho de que lo llegado-a-ser me determine, pero nunca de forma completa, porque éste, en una continua síntesis con el futuro, sólo de este último recibe su contenido’.  Ahora bien, si ‘el yo es libre en cuanto ya-determinado y al mismo tiempo como yo-que-debe-de-ser’, en esta libertad tan lastrada de condiciones, tan marcada por todo aquello que ha sido y que es en cierta medida irreversible, existe un ‘carácter doloroso’ (Schmerzhaftigkeit), que no es otra cosa que una ‘facticidad’ [1]. Así pues, cada vez que proyecto, advierto la tragedia de las condiciones en que me hallo, sin poder escapar de ellas: pero, no obstante, proyecto precisamente porque a dicha tragedia opongo la posibilidad de un algo positivo, que consiste en la mutación de aquello que es, y que yo acción en el proyectarme hacia el futuro. Proyecto, libertad y condiciones, se articulan entre sí, mientras yo advierto esta colección de estructuras de mi actuar según una dimensión de responsabilidad. Esto, observa Husserl, cuando dice que en este carácter ‘dirigido’ del yo hacia fines posibles, se establece como una ‘teología ideal’ y que el ‘futuro como suceder posible, con respecto a la futuridad originaria en la que siempre me hallo, es la prefiguración universal de la finalidad de la vida’.

En otras palabras, el estar situado en una dimensión temporal, hace que advierta la gravedad y la dificultad de mis decisiones, pero que advierta al mismo tiempo el hecho de que debo decidir, de que soy yo el que debe de hacerlo, y que este decidir mío va unido a una serie indefinida de debe-decidir, que implica a todos los hombres.

[1] Véanse las palabras de Sartre: “Yo soy mi futuro en la perspectiva continua de la posibilidad de no serlo. De ahí la angustia, descrita antes, que nace al decir que no soy lo bastante aquel futuro que debo de ser y que da sentido a mi presente; soy un ser cuyo sentido es siempre problemático”. L’erre et le néant (El Ser y la Nada).


[Extracto de "Apocalípticos e integrados" de Umberto Eco]